Hay cuevas de Ali Baba, allí donde uno menos se lo espera. Hay empedrados, calles estrechas y faroles en esquinas que resultan extrañamente familiares.
¿Pasé por aquí antes? será la niebla. Qué curioso...
Para andar por determinadas zonas, tienes que abrigarte bien y meter las manos en los bolsillos.
Para andar por determinadas zonas, tienes que abrigarte bien y meter las manos en los bolsillos.
Hay carteles, pintadas y posadas con posaderas de novela de Dickens. Viejos que parecen locos, calles con olor a grasa quemada y el frío que dobla por las esquinas.
Ni un gato, ni una hoja, ni un alma. Parece que todo está en silencio, pero no es así. Hay ruidos imperceptibles. Son calles gastadas y tienen su propio latido, uno nunca va solo por ellas. Tienen más sombras que objetos, y los rincones no se ven pero se intuyen.
Al recorrerlas, todo se aprecia por el rabillo de ojo. Y sin tocar nada, la piel se vuelve sensible y uno siente un picor en la nuca. Es la certeza de estar en un lugar desconocido y caminar desorientado.
Ni un gato, ni una hoja, ni un alma. Parece que todo está en silencio, pero no es así. Hay ruidos imperceptibles. Son calles gastadas y tienen su propio latido, uno nunca va solo por ellas. Tienen más sombras que objetos, y los rincones no se ven pero se intuyen.
Al recorrerlas, todo se aprecia por el rabillo de ojo. Y sin tocar nada, la piel se vuelve sensible y uno siente un picor en la nuca. Es la certeza de estar en un lugar desconocido y caminar desorientado.
Saco pecho, cuadro la espalda y me vuelvo una figura más ante las paredes y los pasos que están por delante. Quizás yo también doy miedo, pero me tengo que mezclar con este entorno, quiero salir de él...
O quizás no. Produce un vértigo extraño sentir un miedo tan absurdo. Es más, puede que hasta estuviera sonriendo.
O quizás no. Produce un vértigo extraño sentir un miedo tan absurdo. Es más, puede que hasta estuviera sonriendo.
Sí, alguien tendría miedo al verme. Qué ciudad tan fascinante.
En diciembre el 2005 Bruselas me regaló la noche más enfermiza que he pasado en mi vida. Y todo empezó allí, en una librería repugnante.
Ya estaban cerrando las últimas tiendas. No había turistas apenas y el invierno se calaba hasta en los huesos. No sé cómo llegué hasta allí. Quizás lo buscaba. Caminar en zig-zag por las calles que menos interesan, esas que no tienen nombre en el plano de la cuidad.
Cuando salí de la tienda ya estaba mareado. Aquél viejo. Aquél olor rancio y húmedo a libros de segunda mano. Un marciano tras una chica pelirroja. Un vaquero gay fumando. Montañas de pornografía de los años veinte. Vampiros por páginas amarillentas...
Las zapatillas del viejo se deslizaban por los pasillos, donde el aire no corría y la luz no se filtraba entre tanto libro.
Las zapatillas del viejo se deslizaban por los pasillos, donde el aire no corría y la luz no se filtraba entre tanto libro.
Podría haber vomitado ahí mismo. Me salvó una pareja que entró en la tienda, y se puso a hablar con el viejo en francés. Gracias a a ellos volví a tomar contacto con la realidad. Había pensado entrar allí para encontrar algo único pero, en vez de alegrarme, me entristecí entre tanta basura.
No me cabía duda. Aquellos libros y revistas eran ejemplares únicos. No había más que verlos. Y, sin embargo, me preguntaba cómo habían llegado a editarse si quiera. Lo veía tan claro. Habían ido a parar allí por puro asco. Me imaginaba a sus propietarios, con armarios llenos de aquel material absurdo, y a sus esposas e hijos (o puede que nietos) exigiendo dar salida a aquellas noveluchas gráficas que de nada servían.
Cómics raros. Lejos del estilo americano y de toda clase de superhéroes, allí había una mezcla de literatura fantástica y de erotismo desfasado, que resultaría poco imaginativo incluso para la generación que tuvo la dicha de leerlos por primera vez. Una época en la cual las historias, más que por televisión, se contaban por la radio.
Un libro? Un cómic? Una novela? No sabía qué era qué. Había toneladas de papel pudriéndose lentamente. Quería salir de allí. Pero ahora escapar de aquella cueva no me iba a resultar tan sencillo. El viejo y sus nuevos clientes me estorbaban la salida. Estaba en un pasillo estrecho y ya no pensaba con claridad. Opté por esperar y disimular, confiando en que se movieran pronto de ahí.
Frente a mí otra estantería, esta vez con dos libros a mi altura. Uno con una especie de Drácula sobre un fondo rojo y negro, y otro con una Señorita paseando con sombrilla por un jardín. Cogí este último entre mis manos y lo hojeé, tratando de hacer tiempo. Más erotismo y unos dibujos sin sentido. Tan ajenos a mí como el idioma que guiaba las viñetas por lugares inconexos. Una jungla, una máquina del tiempo...
Sentí cómo la enfermedad de aquél lugar me tomaba de nuevo, y me ablandaba los sesos y el estómago. Pero otra vez tuve suerte. El viejo fue a buscar algo, y la joven pareja le siguió unos metros por la tienda. Yo no esperé ni un segundo más. Rápidamente dejé el libro en su estante, y salí de la tienda como alma que lleva el diablo.
Frente a mí otra estantería, esta vez con dos libros a mi altura. Uno con una especie de Drácula sobre un fondo rojo y negro, y otro con una Señorita paseando con sombrilla por un jardín. Cogí este último entre mis manos y lo hojeé, tratando de hacer tiempo. Más erotismo y unos dibujos sin sentido. Tan ajenos a mí como el idioma que guiaba las viñetas por lugares inconexos. Una jungla, una máquina del tiempo...
Sentí cómo la enfermedad de aquél lugar me tomaba de nuevo, y me ablandaba los sesos y el estómago. Pero otra vez tuve suerte. El viejo fue a buscar algo, y la joven pareja le siguió unos metros por la tienda. Yo no esperé ni un segundo más. Rápidamente dejé el libro en su estante, y salí de la tienda como alma que lleva el diablo.
Fuera me esperaba el frío y la oscuridad. Vagar en zig-zag de nuevo para huir de aquél sitio. Locales de tatuajes de otra época se clavaban en mi retina. Betty Boo, Mickey Mouse. ¿Qué era aquella tienda? Me repugnaba el simple hecho de haber entrado. Todo se mezclaba en mi cabeza con la imagen de una aguja gastada, llega de tinta y de sangre reseca. La enfermedad de los marineros de Bruselas. Ahí estaba, material de un siglo atrás para ser tocado y olido. Casi tambaleándome me abordó una sensación de culpabilidad y de pobredumbre.
Creo que necesitaba comer algo. Quizás cerveza belga. Terrible ciudad, Bruselas.
Tuve un regreso largo y laberíntico. Una absurda inquietud y un cierto mareo al caminar.
Algunas ciudades, al caer el sol, vuelven atrás en el tiempo y parecen sacadas de un libro.
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